domingo, febrero 19, 2006

Interesante artículo...

http://www.elpais.es/articuloCompleto/elpepiopi/20060219elpepiopi_6/Tes/opinion/nuevas/santas/alianzas

TRIBUNA: PAOLO FLORES D'ARCAIS
Contra las nuevas santas alianzas
EL PAÍS - Opinión - 19-02-2006

Libertad no es lo mismo que libertinaje, predicaban nuestras abuelas, y
eso ha pontificado siempre el conformismo pequeño-burgués. La respuesta
de la izquierda consistía en la práctica de la crítica hasta la irrisión
libertaria y la defensa teórica de su derecho a hacerlo. Pero hoy,
"grande es el desorden bajo el cielo": incluso a la izquierda prevalecen
nuestras abuelas, hasta el extremo de que, en nombre de la dignidad y
del respeto por los "demás", hay quien pide que se transija con la
censura. La forma en la que se resuelva el asunto de las "viñetas
satánicas" amenaza con marcar una época (de espantosa regresión) en la
frágil historia de las libertades cívicas. Resultará conveniente, por lo
tanto, remontarnos a las raíces del problema.

Dejándonos de perífrasis, la pregunta suena ineludiblemente así: ¿tu
libertad de opinión abarca la libertad de criticar mis convicciones
hasta llegar a la irrisión, o bien tu libertad debe detenerse y callar
en el caso de que yo la viva como ofensiva respecto a mis convicciones?

Los defensores de la segunda posición, que entre la izquierda son ya
legión, nos advierten de que la libertad de expresión no puede ser
absoluta: ¿es que resultaría tolerable la exaltación del racismo o del
fascismo? No, naturalmente. Son, en efecto, las dos únicas derogaciones
civilmente admisibles (aunque definitivamente inhallables ya, dada la
difusión cotidiana de racismo y apología de fascismo, promovida a menudo
por el establishment). Derogaciones, muy al contrario, civilmente
necesarias (aunque ya virtuales, repitámoslo), porque el racismo niega
en su raíz una idéntica dignidad mínima, sin la cual no resulta
argumentable libertad alguna. Y porque los fascismos son regímenes que
conculcaron la libertad de expresión (y todas las demás) en coherencia
con una ideología que comporta la destrucción de las libertades en su
propio ADN. Y porque para reconquistar tales libertades, derrotando y
abatiendo al fascismo, fue necesario el sacrificio de las mujeres y de
los hombres de la Resistencia, de numerosos "voluntarios de la libertad".

Pero la libertad de uno acaba donde comienza la libertad del otro, se
nos dice. Y, por lo tanto, debe detenerse frente a lo que puede acarrear
ofensa al otro. Un non sequitur de manual. Pero ¿quién establece los
confines entre la crítica y la ofensa, entre lo corrosivo y lo blasfemo?
Y en lo que a la sátira se refiere, ¿es que no hemos defendido su
derecho a ser excesiva ("bête et mechante", según la felicísima
expresión de grandes dibujantes franceses), dado que ésa es su naturaleza?

Una viñeta cuyo blanco sea Mahoma, o Moisés, o Jesús, o incluso Dios en
primera persona (o simplemente el Padre Pío), siempre podrá ser vivida
como impía por quien abraza la correspondiente fe religiosa. Una viñeta,
pero también un escrito literario o filosófico, sea cual sea su registro
argumentativo o estilístico. Salman Rushdie sigue viviendo amenazado por
una fetua de muerte.

Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad,
no en tu susceptibilidad. Yo me mofo de tu fe, no te prohíbo el
practicarla. Tú eres libre para mofarte de la mía, no para prohibirme la
manifestación de mis convicciones, entre las que se cuenta la de
considerar la religión como una superstición a la altura de la
astrología, o del tarot (aunque más peligrosa, históricamente hablando).

Si se establece el principio de que no es lícito ofender una fe, se
están entregando las llaves de la libertad y de sus límites a la
susceptibilidad del creyente. Con una obvia e ineludible paradoja: que
cuanto más intensa sea tal susceptibilidad, y más se aproxime
paulatinamente al fanatismo, ¡más tendrá la libertad de expresión el
deber de limitarse para evitar su transformación en ofensa y en sacrilegio!

Y con una consecuencia psicológica más grave aún (por ser contagiosa
rápidamente entre las masas): si la (hiper)sensibilidad ante la ofensa
se convirtiera realmente en el criterio para poner límites a la libertad
de expresión, sería como una invitación para que todos dejáramos que se
desbordaran nuestras propias pulsiones de omnipotencia, para dejar que
fermentara en resentimiento, y más tarde en rabia, y más tarde en
fanatismo, el disgusto natural de quien resulta criticado.

La desmesura de la reacción emotiva de cada uno resultaría legitimada,
lo que espolearía a todos para vivir cada vez con mayor intensidad su
propia fe como intocable. Como absoluto, no sólo in interiore homine, en
la propia conciencia y en las propias vivencias, en la propia vida
espiritual, sino en la esfera pública, que en democracia es
intangiblemente plural. Cualquier religión, en efecto, aunque en la
esfera pública le sea consentido el cultivar pretensiones de verdad
absoluta, se vuelve incompatible con otras, sacrílega para otras.

Para la verdad del Islam resulta un sacrilegio que un profeta (Jesús)
sea colocado por encima del Profeta (Mahoma), y considerado Dios. Y
viceversa. Y para ambas es blasfemia la religión judía (para los
cristianos, hasta ayer mismo, era la religión de un pueblo deicida, y en
la filología de los textos sagrados sigue siéndolo).

Si -en la democracia también- la verdad ofendida de lo sacro tuviera que
ser tutelada a través de la censura, ello debiera ser válido para toda
fe religiosa, y sus correspondientes idiosincrasias e
hipersensibilidades. De los mormones a los Testigos de Jehová, pasando
por los seguidores de Manitú, los eventuales seguidores de Dionisio y
Mitra, o los católicos tradicionalistas que siguen insistiendo en lo del
"pueblo deicida". Sin olvidar a los adeptos a la Cienciología, iglesia
fundada por el escritor de ciencia-ficción L. R. Hubbard (Pero si es una
secta de plagiados / plagiadores irracionales, se objeta. ¿Y bien? ¿Es
acaso más racional predicar un Dios muerto en la cruz o un paraíso de
inagotables vírgenes?).

Por lo demás, cualquier otra convicción vivida como sacra, como
mayúscula Verdad, tendría derecho a la misma tutela (y a la consecuente
censura ante quien la escarnece). Para cientos de millones de hombres
fue sagrado el simple nombre de Stalin, o el de Mao (para muchos lo es
el del propio equipo de fútbol, y vistos ciertos comportamientos, no hay
mucho de lo que sonreír).

Si la censura debe tutelar las convicciones profundas, y garantizarlas
en mayor medida cuanto más absolutas sean, entonces también el ateísmo,
y en mayor medida cuanto más militante sea, deberá ser defendido de
posibles ofensas. ¿Y qué más ofensivo hay que el estribillo que pauta
toda encíclica, según el cual el ateísmo es matriz del nihilismo moral?
¿O ese otro, más sutil y más insoportable, según el cual el a-teo es
alguien incompleto (lo dice la palabra misma), y por lo tanto va él
también en busca de Dios, a quien no ha encontrado aún? Si el sentirse
ofendido garantiza el derecho a amordazar al ofensor, yo me siento
ofendido cada vez que abre la boca el Papa.

Pero hay más (y más peligroso). Si lo que cuenta es la intensidad de la
sensibilidad ofendida, una ley puede ofender bastante más que una viñeta
satírica. Por ejemplo, una ley que consienta el aborto. Contra semejante
ofensa, los "cristianos por la vida", en algunos Estados americanos, han
reaccionado "ajusticiando" a médicos abortistas, cuyo comportamiento es
más ofensivo que una viñeta (asesina vidas, según el creyente). Nada que
objetar, en el delirio de la Verdad ofendida.

Es que no se trata de ajusticiar, se trata sólo de censurar, se dirá. En
verdad, lo que está en juego es la vida misma, además de la libertad de
expresión. ¿O es que la Europa democrática se ha olvidado ya de Theo van
Gogh? Y así se estimulan de hecho nuevos asesinatos, si para limitar la
libertad de expresión se empieza ya a invocar la ética de la
responsabilidad. Efectivamente, en estos últimos días hemos oído repetir
demasiadas veces que "no podemos asombrarnos de que...", y que esas
caricaturas equivalían a una cerilla encendida arrojada a un pajar. En
definitiva, se insiste: debes ser responsable en el uso de tu libertad.
Debes hacerte cargo de las consecuencias. Si escarneces lo sagrado, eres
éticamente responsable de la respuesta fanática que desencadenas.

No se reflexiona lo suficiente (irresponsablemente) el que de esta
manera el fanatismo resulta alimentado y cebado. El chantaje viene
aceptado por anticipado, teorizado, interiorizado, premiado. La objeción
contra la libertad de expresión juega entonces sus bazas: ¿es que no ves
que en defensa de las caricaturas de Mahoma se desgañitan sobre todo los
periódicos de derechas, los ambientes xenófobos y racistas? ¿Es que
quieres formar parte de semejante coro?

En absoluto. Al contrario, puede demostrarse lo falso y desentonado que
es ese coro. Si realmente quiere desenmascararse la manipulación de los
reaccionarios, no se les debe reprochar el que hayan defendido, por una
vez, la libertad de expresión. Basta con pretender que la defiendan
siempre. Basta con pretender que publiquen, junto a la viñeta que
escarnece a Mahoma, otra viñeta que escarnezca a Moisés, y sobre todo
una que escarnezca a Jesús y a la Virgen. Y ya veremos cuántos segundos
aguanta su vocación libertaria.

En cambio, regalando a la derecha la defensa de la libertad de sátira
(contra Mahoma) es como se les permite exhibir un aura liberal
completamente abusiva.

Pero tal vez lo que esté aflorando, en estas circunstancias, sea un
antiguo vicio del que esperábamos que la izquierda se hubiera liberado
para siempre. Podríamos llamarlo "síndrome de Foucault". Si las masas se
movilizan, alguna justa razón tendrán. Sin preguntarse si un sacrosanto
motivo de rebelión (liberarse del Sha, por ejemplo) no pueda ser
desviado mientras tanto hacia un objetivo igualmente despótico (una
república teocrática).

Se ha dicho, y por voces dignas de respeto, que tras el entusiasmo con
el que grandes masas han obedecido la mano rectora de algunos regímenes
árabes y de las centrales fundamentalistas (mano rectora innegable,
visto que las viñetas son de hace cinco meses), hay un odio
anti-occidental que nace de la guerra de Bush y de otros innumerables
crímenes y abusos, y que en la caricatura de Mahoma ha hallado sólo la
ocasión que aguardaba.

Es posible. Es incluso probable. Al menos en parte es desde luego
verdad. Pero si la hostilidad -sacrosanta- contra la guerra de Bush
adopta la forma de una fetua contra la libertad de expresión, y ello se
convierte en el tema declarado de las manifestaciones de masas, es
necesario -para un demócrata- condenar esas manifestaciones, y resulta
más irresponsable que nunca cualquier concesión a las pretensiones de
censura. Entre otras cosas, para poder seguir condenando la guerra y la
ocupación de Bush.

La última carta, para el demócrata que aspira a que Mahoma sea respetado
incluso con la censura, es la del "respeto por la diferencia". ¿Quiénes
somos nosotros, ilustrados occidentales, para...? Y el resto de la
jaculatoria es bien conocida. Pero ¿qué "diferencia" se tutela de esa
forma? Porque hay islamistas ofendidos, pero hay también islamistas que
aspiran a la libertad de expresión. Uno de ellos, director de un diario
jordano, ha publicado las vituperadas viñetas. Tras ser despedido, está
ahora en la cárcel. Otros tres colegas suyos, dos de ellos en Egipto,
han sufrido la misma suerte por el mismo gesto de libertad. ¿A qué
"diversidad" se dirigirá nuestra solidaridad? ¿Al periodista disidente o
al establishment que lo encarcela (y a las masas que eventualmente
aplauden)?

Günter Grass nos repite que la censura opera ya entre nosotros de todas
formas, pesante y difusiva, y aún más peligrosa porque ya no la
advertimos: es la de los anuncios publicitarios, que no toleran
"ofensas" contra sus intereses. Gran verdad. ¿Es un buen motivo para
redoblarla con la de los mullah, los obispos, los rabinos, los fieles a
Hubbard (y, por último, la de los ateos militantes), en una insoportable
cacofonía de "verdades" recíprocamente ofendidas? ¿O no será más lógico
comprometernos en combatir también la excesiva potencia de la
publicidad, tomándonos cada vez más en serio el derecho a expresarse
libremente, sea cual sea el interés o la opinión que pueda sentirse
"ofendida"?

Por desgracia, ha dejado de tratarse de una pregunta retórica.

Paolo Flores d'Arcais es filósofo italiano, director de la revista
MicroMega. Traducción de Carlos Gumpert.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aplaudo